Nadie en toda la historia de la humanidad ha suscitado tanto interés como Jesucristo. Todo lo que se refiere a Él resulta interesante: sus hechos, sus palabras, los lugares
donde vivió... Y también, por supuesto, su aspecto físico. ¿Cómo era? ¿Alto o bajo, rubio o moreno, guapo o feo? Curiosamente, los relatos evangélicos nada dicen al respecto. Así como es posible inferir de dichos relatos numerosos rasgos de la personalidad humana del Señor, nada puede extraerse que haga referencia a su aspecto y figura. Seguramente muchas veces nos hemos planteado el interrogante de porqué los evangelistas no nos han legado una descripción física de Cristo.
Los artistas han tenido una libertad casi absoluta a la hora de representar al Señor, cada uno desde su perspectiva, estilo, mentalidad, experiencia espiritual y época. Lo que, en sí mismo, no deja de ser un reto apasionante porque se trata de representar de forma plástica nada menos que a Dios hecho hombre.
Vasari refiere que Leonardo da Vinci no conseguía culminar el lienzo de la Última Cena, en el que la figura central de Cristo estaba solo abocetada. Urgido por el prior del convento dominicano de Santa María de las Gracias para el que estaba destinado Leonardo expuso con toda seriedad las razones que tenía para demorar su trabajo. La principal consistía en que consideraba una profanación indigna pintar a éste de cualquier manera, como si no hubiese sido más que un hombre vulgar. La expresión, la actitud, el contorno, la postura de las manos y el manto que vestía el Redentor en la solemnísima ocasión de la cena con sus discípulos requería para pintarlos no sólo una profunda meditación, sino el hallazgo de un modelo que, según iba comprendiendo, no era posible encontrar en el mundo. La belleza y la gracia celeste que debía tener la Divinidad, encarnada en figura humana, sobrecogían su ánimo e inmovilizaban sus pinceles.
El cristianismo surge en el seno del judaísmo y entendía la prohibición veterotestamentaria de construirse imágenes de seres vivos que puedan inducirle a la idolatría. Por eso, en el cristianismo primitivo no se percibe tampoco la necesidad de imágenes. Sin embargo, con el transcurrir de los siglos se plantea el problema de su conveniencia y licitud que, al menos, presenta dos vertientes diversas aunque estrechamente relacionadas entre sí.
A pesar del riego, ya en el siglo IV y, de manera generalizada, durante los dos siguientes, las imágenes se integraron en la vida cristiana de los fieles, aun cuando en muchos casos suscitaran recelo en los pastores. La doctrina de la Iglesia sobre las imágenes resulta muy tardía y, por el contrario, abundan los pasajes de los Santos Padres en los que alertan frente a los riegos que conllevan. La reflexión teológica ayudó a clarificar este punto.
Una vez que los concilios de Nicea (325), Éfeso (431) y Calcedonia (451) han definido solemnemente que Jesucristo es Dios y hombre verdadero y que ambas naturalezas conviven en una única persona sin confusión, es posible llegar al convencimiento de la posibilidad de representar figurativamente a Cristo bajo su aspecto humano, encarnado. En dicha representación también ha de ser posible descubrir el destello de su condición divina, y de ahí que se haga habitual el uso del nimbo crucífero y de la mandorla mística que, al igual que el fondo de oro o luz de la iconografía ortodoxa, simbolizan la doxa, el resplandor divino.
Como ya se ha indicado, los evangelios no ofrecen una descripción física de Cristo. Los Santos Padres plantean esta cuestión y se decantan por dos vías dispares, al afirmar unos que la apariencia de Cristo no tenía atractivo alguno y otros, por el contrario, que poseía una belleza única e impactante.
Aquellos que sostenían que Cristo era feo e, incluso, malformado se basaban en una afirmación del profeta Isaías (53,3), que al refirse al Mesías −en su Pasión− dice que «lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos». En esta línea se sitúan san Justino, Clemente de Alejandría, Orígenes y Tertuliano.
En una línea completamente opuesta, tomando pie del salmo 44,3 que invoca al Señor como «el más bello de los hombres», san Juan Crisóstomo, san Jerónimo, san Gregorio Nacianceno, san Juan Damasceno, Teodoreto de Ciro y Epifanio aseguraban que la apariencia física de Cristo había sido majestuosa, con un porte elegante y unos rasgos de gran belleza varonil. Romano el meloda resume los argumentos de todos ellos señalando que debía ser perfecta la belleza de quien es el mismo autor de la belleza.
¿Hay alguna representación de Jesucristo? Según la tradición existen tres relatos principales que, a su vez, constituyen la justificación histórica y/o milagrosa de otras tantas representaciones iconográficas del rostro de Cristo.
1) El retrato para el rey Abgar de Edesa
Según relata una antiquísima leyenda, recogida en un texto apócrifo, el rey Abgar de Edesa (actualmente, la ciudad de Urfa en Turquía, muy cerca de la frontera con Siria), habiendo oído hablar de Cristo y deseando conocerle –algunas versiones añaden que esperando de él la curación de una enfermedad incurable– habría mandado a un emisario rogándole que accediera a su petición de visitarle en Edesa. Siendo esto imposible, al menos solicitaba contar con un retrato del Señor, para lo que envió también un pintor. Éste fue incapaz de reflejar en el lienzo el rostro de Cristo, quien deseando complacer al rey Abgar, tomó un paño (el mandylion) y se lo colocó sobre la faz, quedando impresas de manera milagrosa sus facciones. A este retrato auténtico y milagroso, acompañó una carta. Al regresar el emisario y mostrar al rey la santa faz, éste quedo restablecido de inmediato.
Tanto el mandylion como la carta se conservaban en Edesa como sus más preciados tesoros, hasta que fueron trasladados a Constantinopla. El mandylion ha dado lugar a una iconografía muy precisa, con ejemplares tan insignes como la Santa Faz de Laon o el keramion de Novgorod de la Galería Tretiakov de Moscú.
2) La Verónica
Según refiere un relato apócrifo, una piadosa mujer llamada Berenice o Verónica, mandó que le pintaran «un retrato para que, mientras no pudiera gozar de su compañía, me consolara a lo menos la figura de su imagen. Y, yendo yo a llevar el lienzo al pintor para que me lo diseñase, mi Señor salió a mi encuentro (...), me pidió el lienzo y me lo devolvió señalado con la imagen de su rostro venerable». Más adelante, el relato se acomodó en la secuencia del camino al Calvario según el cual la Verónica conmovida por el sufrimiento de Cristo mientras cargaba la cruz, limpió con un lienzo su faz dolorosa, y como agradecimiento a tan piadoso gesto, en el lienzo quedó impresa la santa faz. Esta tradición dio lugar a la cuarta estación del ejercicio del Viacrucis.
Estas imágenes presuntamente auténticas de Cristo marcaron el desarrollo de la iconografía. Hay que tener en cuenta que muchos autores sostienen que existe una reliquia auténtica que ha conservado los rasgos físicos de Jesús de Nazaret, y ha sido la verdadera fuente de la iconografía más extendida desde antiguo. Se trata de la Sábana Santa (Santa Sindone) sobre todo desde que a finales del siglo XIX se comprobó que actuaba como un negativo fotográfico y, de esta manera, presentaba la figura y el rostro de Cristo de una manera absolutamente realista.
Ciertamente, el rostro del hombre de la Sábana Santa coincide en rasgos fundamentales con el prototipo iconográfico del mandylion, surgido en la zona de Siria y trasmitido posteriormente con gran fidelidad. Una interesante hipótesis sugiere que el mismo mandylion no sería otra cosa que el rostro de la Sábana Santa estando ésta convenientemente doblada en los pliegues necesarios, expuesto en un relicario. Habría pasado de Edesa a Constantinopla, donde se custodiaba en la cámara de las reliquias hasta que fue sustraída probablemente durante la IV Cruzada, momento en el que pasó a poder de un caballero francés quien luego la habría entregado de forma secreta a los Templarios. Tras la supresión del Temple, los descendientes se la habrían entregado a los duques de Saboya.
Si se da por cierta esta hipótesis, entonces se debe afirmar que el rostro del hombre de la Sábana Santa, conocido desde antiguo, es el origen de la iconografía de Cristo.
Desde el punto de vista iconográfico se puede afirmar que la imágenes del rostro de Cristo en Oriente parecen seguir un modelo “original” por su semejanza. Esto evidentemente no ocurre con los modelos lucanos de la Virgen (se puede leer mi artículo al respecto). Estas constantes se corresponden con el modelo aparecido en el mandylión, que puede por tanto considerarse como una especie de arquetipo de larga trayectoria iconográfica. A diferencia de lo que ocurre en Occidente, en el Oriente cristiano se fija un arquetipo iconográfico que luego se repite con muy pocas variaciones por medio de la copia. De hecho, la justificación de este procedimiento surge del convencimiento de que el original plasma los rasgos auténticos del prototipo, en este caso, de Cristo.
Dejo el debate abierto. Me parece más sencillo poner estas imágenes de Cristo luego que cada uno saque sus conclusiones.
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